La fe del creyente verdadero vs la ‘religiosidad’ del hombre…

Tema difícil este… Difícil muchas veces de entender. ¿Quién puede conocer el corazón del hombre? ¡Solamente Dios!
Solamente Dios sabe que tenemos en lo más profundo de nuestros corazones. Él sabe cuándo sentimos algo de verdad, sabe cuándo fingimos o aparentamos ser algo que no somos…
A Dios no se le puede engañar, pues estamos desnudos ante Él. Somos como un libro abierto ante sus ojos, Él ve y conoce qué somos cuando estamos a solas… No adelanta fingir delante de los demás.
Tal vez sea este el mal más grande y el pecado más grande que cometemos muchos cristianos.
Creemos que somos mejores que los demás hombres que ‘están en el mundo’, creemos que somos mejores, inclusive, que muchos hermanos que se congregan con nosotros para recordar y compartir las palabras y el evangelio de Cristo. Promovemos contiendas, celos, peleas, chismes; fomentamos odios, riñas, discordias en nuestros corazones… Levantamos nuestros pensamientos y corazones contra todos los hombres, incrédulos y hermanos de fe.
¡Nos llenamos de soberbia!
Perdemos el rumbo porque no entendemos el evangelio de Cristo. Muchos están llenos de religiosidad nada más. Solo tienen eso: ¡Religiosidad! ¡Formalismos y apariencia! ¡Son peores que los fariseos!
Ellos no conocieron a Cristo, no recibieron las buenas nuevas ni la misericordia que Dios manifestaba al hombre a través del sacrificio de su Hijo.
¡No quisieron escuchar a Cristo! Los ‘religiosos’ fariseos no conocieron la gracia de Dios y el perdón que concedía gratuitamente a la humanidad en la persona y el sacrificio de Jesucristo.
¡Ellos querían obrar!
Ellos tenían la ley. Ellos querían seguir ‘cumpliendo’ la ley… Esa misma ley que los condenaba. Que les decía a gritos que eran todos pecadores y deudores.
Infelizmente parece que este mismo espíritu está presente aún en la iglesia. Es más que el espíritu de ‘legalismo’… Es más profundo, a veces se cuela de manera subrepticia en el corazón de la iglesia…
Hay un pensar del creyente que le conduce a creer que luego de aceptar el evangelio ya no va a pecar más en su vida. Este pensar se alimenta con las encendidas predicaciones de algunos legalistas, llenos de ‘apariencia’ de bondad y santidad… Es solamente apariencia, por dentro están llenos codicia, soberbia, y vano orgullo…
Hermanos, si el evangelio declarara: ¡acepte a Jesucristo y ya no pecará jamás en su vida!, ¿Por qué fue necesario entonces que Jesucristo padeciera en la cruz? ¿Por qué la palabra dice que tenemos un ‘abogado en los cielos’, sentado a la diestra de Dios, que ‘aboga por nosotros’? Y si copiamos este versículo entero dice: “Mis queridos hijos, les escribo estas cosas, para que no pequen; pero si alguno peca, tenemos un abogado que defiende nuestro caso ante el Padre. Es Jesucristo, el que es verdaderamente justo”. (1 Juan 2:1)
No escribo esto para que algunos piensen que nuestra fe en Cristo nos permite vivir de cualquier manera… ¡De ninguna manera!
Esta acusación está siempre presente. Pero yo no me detengo en esta vana y falsa acusación. ¡Dios sabe lo que somos!
El asunto es más profundo, está directamente relacionado con una comprensión correcta del verdadero sacrificio de Jesucristo por nosotros. Del verdadero regalo de Dios en la persona de su Hijo.
El punto está en entender que nosotros, no sólo ‘jamás nos ganamos’ nuestra salvación, sino también, que nosotros tampoco podemos creer que ‘obrando’, podemos ‘mantener’ esta misma salvación.
Hermanos: la salvación es por gracia inmerecida de Dios a través de la Fe en su Hijo Jesucristo.
Hermanos: la salvación nuestra es un regalo, nosotros jamás la merecimos, no la vamos a mantener ni a justificar, mediante buenas obras de la carne… Es más, no fuimos nosotros los que buscamos primeramente a Cristo para que nos salvara de nuestros malos caminos; no fuimos nosotros los que corrimos a Él para que nos librara de la ira venidera; no fuimos nosotros los que lo amamos a Él primero. ¡No!
Él nos buscó primeramente a nosotros; Él fue el que corrió a salvarnos a nosotros primero; Él fue el que nos amó antes que nosotros lo amaramos a Él… “¿Podemos, entonces, jactarnos de haber hecho algo para que Dios nos acepte? No, porque nuestra libertad de culpa y cargo no se basa en la obediencia a la ley. Está basada en la fe.” (Romanos 3:27)
¿Anula, entonces, la gracia de Dios a la Ley? ¡No!
Si pertenezco a Cristo ya no puedo vivir como antes vivía. Pero aquí hay una diferencia muy grande, y sutil, entre creer que puedo ‘ganarme’ mi salvación a través de mi ‘obrar’, de mi ‘hacer’, de mi ‘observar’, de mi ‘cumplir’, de mi celo por ‘obedecer’; y saber que mi salvación ya me fue ‘concedida gratuitamente’ por el sacrificio que Cristo hizo en la cruz por mí.
Esto es lo que tengo que entender: la ley de Dios sigue siendo tan ‘implacable’ como antes. Y la misma dice que fallar a un solo mandamiento es lo mismo que fallar a todos.
Yo no puedo cumplir esta ley en su totalidad, al pie de la letra, pues soy humano, imperfecto, me equivoco diariamente… diariamente fallo en cosas que están en la ley santa de Dios y muchas veces ni yo mismo tengo conciencia de mis propios errores.
Yo no puedo creer, primero: que luego de aceptar el evangelio de las buenas nuevas de salvación del reino de Dios seré ‘inmune al pecado’ mientras viva en este cuerpo; segundo: que puedo presentarme a Dios en aquél gran día y decirle que ‘merezco’ el regalo de su salvación pues he observado y cumplido cabalmente todos sus mandamientos…
Hermanos: si creemos en esto viviremos frustrados. Si pensamos así lo más probable es que nos perdamos y hundamos junto con el mundo. Porque más tarde o más temprano habremos de equivocarnos, habremos de fallar, habremos de pecar, habremos de desobedecer.
¡Porque somos solo humanos!
No hay una sola persona en la tierra que siempre sea buena y nunca peque”. (Eclesiastés 7:20)
Otra vez lo repito: estas no son excusas. No estamos predicando el libertinaje. No decimos que tenemos permiso para pecar y hacer lo que se nos venga en mente. “Ahora bien, ¿deberíamos seguir pecando para que Dios nos muestre más y más su gracia maravillosa? ¡Por supuesto que no!” (Romanos 6:1).
La palabra de Dios verdaderamente nos hace libres y nos permite comprender, discernir, el corazón del Padre.
La que tiene que quedar absolutamente excluida es la jactancia. El orgullo del que cree, del que piensa que nunca falla, nunca peca… La jactancia del que piensa que hace ‘méritos’ por su salvación… ¡No amigo mío! ¡Con Dios no se hacen negocios!
Lo que recibiste, lo recibiste gratuitamente. No hiciste nada por merecerlo, y nunca podrás merecerlo. Es por Gracia. Es por fe: …“pero la gente no es considerada justa por sus acciones sino por su fe en Dios, quien perdona a los pecadores”. (Romanos 4:5)
Lo que debemos desterrar de nuestros corazones es el vano orgullo de mirar a otras personas que no conocen aún la palabra de Dios y pensar que somos mejores que ellas. Que somos más justos, más santos, más merecedores de los favores y la salvación de Dios.
No lo somos en absoluto. Si Jesucristo siendo Dios y Rey de todas de las cosas se despojó a sí mismo de todos estos títulos y tan grande realeza, y se hizo hombre, y compartió nuestras debilidades y miserias, ¿por qué luego de recibir el evangelio nos apartamos con soberbia y orgullo de aquellas personas que aún no lo conocen? ¿No sería nuestro deber como cristianos predicarles a Jesús? ¿No deberíamos atraerlos a Cristo, antes que apartarnos y apuntales con el dedo acusador? Antes de llamarlos de hijos de diablo, pecadores contumaces, etc., ¿No deberíamos orar y pedir que Dios tenga misericordia y atraiga a sí mismo a todos los que aún están lejos?
Esto es comprender correctamente el evangelio de Jesucristo. El que comprende correctamente el evangelio comienza a sanar por dentro. El espíritu y la palabra de Dios entendidas correctamente nos liberan y sanan nuestras heridas.
Entonces nos vemos a nosotros mismos como lo que realmente somos: hombres salvos por la sola gracia y favor inmerecidos de Dios en Jesucristo. Y que nunca se nos olviden estas palabras: ¡Por la sola gracia y favor inmerecidos!
Sin la gracia y el favor inmerecido de Dios solo somos cucarachas, insectos, vanidosos y presuntuosos que pensamos demasiado bien de nosotros mismos, sin saber que en verdad estamos muertos en nuestro orgullo y soberbia.
Que toda la gloria sea de Dios y su hijo Jesucristo. ¡Yo nada soy!
La fe que tengo, sea poca o mucha, también es un regalo de Dios. No soy yo el que persevera, sino Cristo el que persevera en mí. Él pone en mí, tanto el querer como el hacer. El que inicio en mí la buena obra, es el mismo que también la completara hasta su regreso. Amén.
Fernando Acuña.

Avatar de Desconocido

About Fernando Acuña

Deseo compartir esta Información con el mayor número posible de personas. No persigo ninguna finalidad lucrativa ni sectaria... Mi único interés, es dar a conocer esta gran revelación. Que Dios los bendiga a todos ustedes que visitan esta página.
Esta entrada fue publicada en Debate, discución, el testimonio del espíritu santo, Espiritual, General, GRAN APOSTASÍA, la mente de cristo, Polémica, Reflexiones, Reflexiones Espirituales, Religión, secularismo, Teología, Vicios y Pasiones y etiquetada , , , , , , , , , , , , , , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario